En otoño e invierno a alguien le puede ocurrir que paseando por el monte o el campo, tranquilamente disfrutando de la contemplación del paisaje y sus elementos, oiga de repente unas detonaciones muy cerca. Son escopetas disparando, los cazadores haciendo de las suyas. La veda se abre oficialmente en octubre hasta febrero o marzo, aunque las normativas dependen de las distintas administraciones. La distancia mínima de seguridad desde donde se puede disparar, actualmente por la ley española, abarca apenas desde 25 metros (senderos, vías pecuarias...) a 150 metros (núcleos habitados).
La caza tiene defensores a ultranza, desde personajes de renombre (como el escritor Miguel Delibes, o cierto Jefe de Estado verdugo de osos previamente emborrachados) a incluso alguna corriente dentro del ecologismo. Sin acabar de entrar a fondo en disquisiciones sobre los argumentos con que dichos apologetas amparan la actividad cinegética: los supuestos -y discutibles- beneficios en el entorno medioambiental, la regulación de ciertas poblaciones de especies, el patrimonio cultural, el recurso económico...; sí examinemos el mecanismo mental que les conduce, a día de hoy, a aprender el manejo de un arma de fuego y practicarlo para matar animales que apenas tiene posibilidad de defensa en un encuentro directo, igual da en caza mayor que menor. Por ¿transmisión de viejas costumbres? ¿instinto ancestral? ¿deporte?... En cualquier caso la mayoría de ellos (suelen ser del género masculino) se trata de seres psicológicamente -y de forma más o menos inconsciente- sádicos en potencia que disfrutan con el acto de dar muerte a otros seres vivos. Injustos y prepotentes, se otorgan asímismos el derecho a quitar la vida por diversión.
En Gran Bretaña una actividad tan tradicional como las monterías con perros para la caza del zorro se prohibieron en 2005. En España se abandonan alrededor de 200.000 perros al año: aproximadamente un tercio son galgos, lo cual se relaciona con que sea el único país europeo donde se permite el uso de galgos para la caza.
Fuera de razones filosóficas y sociales, biológicamente se entiende la caza auténtica como la que se da en la propia naturaleza, que se autorregula, donde el predador por motivos alimenticios -no por ocio- persigue para batir a otro animal salvaje con la única finalidad de competir con la pieza que pretende cazar, siendo resultado no siempre previsible, lo cual mantiene un cierto equilibrio en el lance venatorio. Además se usan medios proporcionados: esto es, sin ventaja a priori por parte del cazador, y cobrándose sólo el número de presas estrictamente necesario.